MARA LEONOR GAVITO
MARA
LEONOR GAVITO
Nace
en Avellaneda, Buenos Aires, el 31 de diciembre de 1972. Transcurre su infancia
y juventud en Temperley, ciudad del conurbano bonaerense. Estudia el
Profesorado en Letras en la ciudad de Buenos Aires. Trabaja, mientras estudia,
en la biblioteca del Colegio Inmaculada Concepción de Lomas de Zamora y,
posteriormente, como profesora en diversos institutos y dos magisterios de la
provincia. Junto con su compañero de trabajo, Pablo Pallás, coordina el Taller
Literario «Surestada».
En
abril del año 2002, después de la gran crisis conocida como «el corralito», se
traslada a España junto con sus dos hijos y el resto de su familia. Dado que su
título no era directamente homologable, trabaja en distintos oficios, entre
ellos, librera de la cadena FNAC en Marbella, en donde también lleva adelante
un taller de lectura para adultos, los clubes de lectura infantiles y reseñas
bibliográficas de obras literarias extranjeras.
En
2008 se traslada a Jaén, en donde nace su tercer hijo. Retoma los estudios
universitarios y se licencia en Filología Hispánica en el año 2012. Cursa el
Máster para Secundaria, al tiempo que inicia la investigación de doctorado
sobre el poeta argentino Hugo Mujica. Trabaja un año de becaria en la
universidad hasta que la llaman para trabajar como profesora de
institutos. En 2014 gana los segundos
premios de los concursos «Facultad de Humanidades» de la UJA y el de Diputación
de Jaén. En abril de 2015 la editorial jiennense Maolí publica el poemario Transmigráfica
(con ilustraciones del artista plástico bonaerense Andrés García).
En
2016 se traslada a la ciudad de Granada junto con sus hijos mayores. Desempeña
su función docente en El Ejido, Quesada, Berja y Mengíbar. Este último destino
le permite volver a trasladarse a Jaén, en donde reside desde septiembre de
2020.
CHATARRERO
«Chatarra
vieja, lavadoras, calentadores,
hierros
sueltos, neveras…
nos
llevamos todo lo que no le sirva».
Salgo
a la puerta de calle y me planto en ella
hasta
que pase.
«Señor,
aquí me tiene,
no
tengo arreglo:
tengo
una raja que me atraviesa entera
―no
hay soldadura que pueda repararla,
me
han dicho―,
el
mecanismo interno está oxidado,
las
partes, desvencijadas.
Al
motor central
le
faltan varias piezas.
No me
mire así,
ya sé
que no se nota:
obsolescencia
programada, que le dicen.
Los
años no tienen nada que ver,
es
una cuestión de vida útil.
Señor,
lléveme
y
acabamos con esto».
El
chatarrero me mira y me escucha,
los
ojos abiertos como esferas celestiales.
Cuando
termino de hablar
me
hace un gesto con los hombros,
me
muestra las palmas de sus manos
también
gastadas,
suelta
un suspiro de impaciencia,
pero
no quiere herirme y solo me dice:
«Vuelva
para su casa,
señora,
yo no
puedo hacer nada».
EL
TIEMPO Y EL HIJO
I
Después
de decirte
que
no debes llorar por cualquier cosa
me
preguntas, hijo,
si es
lícito llorar
por
las hojas que caen
de
los árboles.
«Claro
que sí», te digo,
pero
no quiero que te entristezcas
y
entonces te cuento
que
las hojas que caen al pie de un árbol
abonarán
la tierra en la que después
caerán
los frutos
con
sus semillas,
y que
luego estas harán crecer
nuevos
árboles con hojas nuevas.
Sin
embargo,
tus
palabras no se van.
Hijo,
tienes razón
― y
esto no te lo digo ―:
no
hay árbol nuevo ni hoja nueva
que
pueda consolar
la
tristeza de la historia sola
de
cada hoja
que
nace tímidamente una primavera;
que
crece con su joven verde
y
brilla bajo el sol del verano;
que
siente cómo en otoño
su
cuerpo va tornándose opaco
y
amarillea, se hace ocre,
finalmente
gris
y,
cuando llega el invierno,
agotadas
sus fuerzas,
ya no
puede seguir resistiendo
el
viento helado, las lluvias,
hasta
que,
finalmente,
abandona
su empeño
y se
deja caer
hasta
sepultarse
en un
mar de otras hojas
tan
muertas como ella.
Nadie
como tú, hijo,
sabe
llorar tan sinceramente
el
triste e inútil periplo
de
las hojas
que
caen de los árboles.
II
Y
cuando te pregunto
por
qué se ha roto tal o cual cosa
me
respondes:
«Será
por el tiempo».
Demasiado
temprano
has
caído en la cuenta,
pequeño,
de la
frágil consistencia
de
las cosas.
Y
sabes que esto se extiende
y es
el pulso de todo lo vivo.
«¿Por
qué no podemos
volver
atrás en el tiempo?»,
me
preguntas.
«No
se puede, hijo,
no sé
decirte por qué».
Frunces
el ceño, los ojos se te humedecen
y con
la voz entrecortada me dices:
«Pero
yo no quiero crecer,
no
quiero morir nunca
ni
que tú te mueras».
Te
pegas a mi pecho
y
dejas correr las lágrimas
y yo
me quedo en silencio
en la
noche,
los
dos en la cama,
y te
abrazo fuerte.
Intento
convencerte
de
que así son las cosas,
pero
lloro contigo.
Si
pudiésemos quedarnos
aquí,
así,
siempre.
Transmigráfica.
Jaén:
Editorial Maolí, 2015.
A parte de mostrarnos una colección de buenas poetas , tu labor de investigación es encomiable.
ResponderEliminarMuchas gracias Chelo, para mí es un ejercicio de aprendizaje continuo.
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